jueves, 9 de septiembre de 2010

El día de la Reina

Hoy hablaremos de un día habitual en la vida de las tres últimas soberanas consortes del Antiguo Régimen, la de Luis XIV, la de Luis XV y la de Luis XVI.


La corte de damas de la reina, sin contar a la superintendente, se componía de catorce personas. La primera, única en su especie, era la dama de honor. No se apartaba de la soberana, a quien acompañaba de la mañana a la noche, desde que se levantaba hasta que se acostaba. La dama de honor recordaba a la reina sus obligaciones cotidianas, le evitaba todo error de etiqueta o protocolo, por lo que debía ser perfecta conocedora de los arcanos cortesanos. Luego estaba la azafata o dama de tocador, que tenía por misión velar sobre el inmenso guardarropa real; con la reina, elegía los atuendos, la ayudaba a vestirse y luego a cambiarse, lo que ocurría varias veces por día. Las damas de palacio eran doce: debían asistir a la dama de honor, rodear a la reina en sus ceremonias, acompañarla en sus desplazamientos. Servían por turnos rotativos de dos en dos. Por consiguiente, cada una de ellas cumplía su turno cada seis semanas, pero si ellas lo querían o si la reina expresaba el deseo, podían asumir sus funciones aunque no les correspondiera esa semana.


La consorte española


María Teresa de Austria, además de las damas francesas que le fueron asignadas cuando contrajo matrimonio, tenía una camarera española que hacía las tareas de doncella y dama de tocador y una damisela enana que, además de dama de compañía, hacía de bufón de corte. Asimismo, el duque de Beaufort le obsequió el mismo año de su llegada a Francia un niñito del Sudán que le tocaba música y la divertía.


La reina, devota, murmuraba sus primeras oraciones antes de levantarse. Su camarera la calzaba y la envolvía en una bata hasta que los pajes traían el agua, la palangana, el jabón de Venecia y los perfumes para las primeras abluciones. Una taza de chocolate era su primer desayuno. Luego entraba en escena la dama de tocador para ponerle su camisa, vestirla con una falda de seda blanca tan estrecha que se ajustaba a sus formas y ajustarle un corsé ligero de tela fina pero bien provisto de ballenas y ajustado por medio de lazos, para afinar la cintura.


La azafata peinaba entonces sus magníficos cabellos, los pajes traían las enaguas y el vestido que había elegido la reina asistida por su camarera española; después, la dama de compañía le colocaba las joyas en el peinado y la garganta, le alcanzaba los guantes y le daba el toque de perfume. Finalmente, escoltada por su dama de honor y su escudero y seguida por Nabo, el negrito sudanés que le llevaba el misal, María Teresa se dirigía a los aposentos de la reina madre, su suegra.


Luego de unos minutos de salutaciones, ambas reinas, rodeadas de sus damas –los domingos se le sumaban los gentileshombres de sus casas- atravesaban los aposentos del Louvre hacia la capilla, donde se encontraban con el rey para asistir a la misa de diez. De regreso a su habitación, la reina conversaba con sus damas, jugaba con Nabo o su enana, tocaba la guitarra, siempre rodeada de su séquito. Acostumbrada a la penumbra de los palacios españoles, donde las personas reales recibían una especie de culto, María Teresa no se adaptaba a las continuas corrientes de aire de la vida en los palacios franceses, que cualquier cortesano podía atravesar cuando quería. En los primeros tiempos del matrimonio la corte, itinerante, iba del Louvre a Vincennes, a Saint-Germain, a Compiègne y finalmente a Fontainebleau, con un breve intermedio en Versailles, donde Luis XIV se proponía construir el palacio más magnífico del mundo y donde, mientras tanto, daba fiestas en el parque del pequeño castillo construido años atrás por Luis XIII.


Ya instalada en el nuevo palacio de Versailles, la reina almorzaba con el rey en público y luego paseaba por los jardines o salía a cabalgar. Era una excelente amazona. En sus flamantes grandes apartamentos se habían instalado mesas de juego donde, previo a la cena y con el círculo real resplandeciente de joyas, se jugaba cartas y se oía música.


En tiempos del Rey Sol, la cena de gran gala reunía obligatoriamente a todos los miembros de la familia real, todos los Borbón-Condé, todos los Borbón-Conti. El rey, ubicado en una cabecera, se sentaba en un sillón ligeramente elevado mientras en la tribuna se hacían oír las doce violas y los doce violines. Esa cena duraba casi dos horas, era mortalmente aburrida. Cada servicio de alimentos era presentado y probado previamente por un séquito de veedores de viandas. Se presentaban en la mesa alrededor de cincuenta platos diferentes.


Antes de irse a la cama nuevamente, María Teresa permanecía un largo momento en su oratorio.


La consorte polaca

María Leczinska se levantaba a las ocho de la mañana. Recibía enseguida la visita de su primer médico y de su cirujano. Luego de ponerse una bata se dirigía, acompañada por el capellán en cuarto, hacia el pequeño oratorio que había hecho instalar en su habitación. Después se sentaba en un sillón y la primera doncella le traía su desayuno, frugal: una simple taza de chocolate o a veces de café. Entraban entonces su dama de honor y la superintendente para asistirla en el petit lever, abluciones que serán largas y completas cuando la reina disponga de su propio cuarto de baño.


En el grand lever, o gran ceremonia después de levantarse, estaban presentes todas sus damas de palacio. Para vestir a la reina, la asistía la dama de turno durante ese trimestre. Pero el protocolo indicaba cuidar las precedencias y si una princesa de sangre real llegara a entrar en ese instante, a ella le correspondía el honor de tenderle la camisa. Las damas de atavío se encargaban de su arreglo personal, le ponían rouge en las mejillas, le arreglaban la peluca que elegía la soberana y luego la cubrían con una mantilla, un pañuelo de cabeza o hasta una toca.


El gusto de la reina por esa clase de tocados causaba asombro. ¿Pretendía envejecerse? Nada de eso; solamente tenía frío. Esa princesa del Norte debería estar habituada a los rigores del invierno, pero precisamente en Polonia sabían defenderse de él. En Versailles las chimeneas tiraban mal: en ellas se quemaban troncos de árboles enteros pero uno se asaba junto a ellas y se congelaba a veinte pasos de distancia. La consecuencia era que todos se resfriaban constantemente. Por eso María se cubría la cabeza para atravesar los salones y la Galería de los Espejos (Gallerie des Glaces), que bien merecía su mote de “galería de los hielos” (glaces).


En efecto, después de ponerse un vestido de cola, la reina atravesaba los grandes aposentos para saludar al rey, escoltada por su caballero de honor, su escudero y una o dos damas que le llevaban la cola. Luego regresaba a sus aposentos para cambiarse nuevamente de vestido. María tenía una gran variedad de ellos, aunque no era coqueta como lo sería su sucesora. Cuando le ofrecían nuevos modelos, siempre comenzaba por preguntar el precio y los que llevaba eran semejantes a los de las damas de su Casa.


Al finalizar la mañana la reina permanecía habitualmente en sus habitaciones, las cuales, gracias a una nube de doncellas, habían recuperado su aspecto solemne. En el gran gabinete concedía sus audiencias particulares. Al fondo del salón, frente a las ventanas, se encontraba el sillón de la reina y los taburetes reservados exclusivamente a las duquesas. Las otras damas de su casa permanecían de pie, salvo la esposa del caballero de honor que tenía derecho a una pequeña alfombra cuadrada en la que debía estar bastante incómoda. ¿Pero qué no se aceptaba para gozar de un privilegio real? En la cámara de la reina, apoyada en una inmensa mesa de mármol, María recibía en audiencia especial a los embajadores, a sus esposas y a personas importantes que habían obtenido el favor de una entrevista. Si no tenía ninguna obligación, escribía o conversaba con las damas de palacio.


Un poco antes de mediodía la reina oía misa en la capilla, con el rey y todos los cortesanos. Excepto fiestas muy importantes, el oficio era breve, de aproximadamente media hora. La reina y su séquito regresaban, ya sea a la cámara, a la antecámara o al gabinete, donde todo estaba listo para la comida. María almorzaba sola, rodeada de un semicírculo de damas y gentileshombres que la observaban comer. Los oficiales de boca le presentaban las fuentes y ella se servía abundantemente; cuando deseaba beber, el jefe de escanciadores exclamaba: “¡De beber para la reina!” y de inmediato se organizaba un pequeño ballet. Con paso solemne, cuatro escanciadores se dirigían hacia un trinchante. Uno de ellos tomaba la jarra de agua, otro la de vino, los otros dos las copas. El catador cumplía con su oficio. El pequeño grupo se acercaba a la mesa, se inclinaba en una profunda reverencia, vertía el agua y el vino. Al fin la soberana podía calmar su sed; había aguardado más de cinco minutos pero el respeto al protocolo le había enseñado a ser paciente. Al concluir el almuerzo, se lavaba las manos en un aguamanil y se levantaba de la mesa. Las damas de palacio iban a comer a su vez mientras la reina descansaba.


En la tarde, si sus obligaciones no incluían ni audiencia solemne ni ceremonias, María paseaba por el parque, siempre escoltada por su caballero de honor y su escudero. Las damas la seguían a alguna distancia. Luego de admirar los estanques y las estatuas, regresaba hacia sus aposentos sobre las cuatro o las cinco y dedicaba el tiempo que precedía a la cena a sus distracciones favoritas, la música y las cartas.


Finalmente, estaba la cena de gran gala, que se servía a las ocho de la noche. Luis XV había simplificado el ritual de su bisabuelo: solo asistían a la comida de gala los miembros de la familia real presentes en el palacio y se prescindía casi siempre de la música. El rey narraba los incidentes de su partida de caza; la reina, tímidamente, hablaba de sus paseos. Sin ser animadas, las conversaciones eran agradables y la cena duraba poco más de una hora. Algunos privilegiados, sentados aparte, cumplían el papel de comparsa muda. Luego se volvía al salón de juego, pero tanto al rey como a su esposa les agradaba acostarse temprano.


La consorte austríaca

El día de María Antonieta en Versailles empezaba a las ocho. Una dama de guardarropa entraba y depositaba una cesta cubierta, denominada el apresto del día, conteniendo camisas, pañuelos y cepillos, y comenzaba a hacer el servicio. La primera dama de atavío alcanzaba a la reina, que se despertaba, el libro del guardarropa. Trozos de tela estaban pegados en cada página, con la descripción resumida del vestido en cuestión. Con la ayuda de alfileres, la reina señalaba sus vestidos para los distintos momentos del día, desde la audiencia privada de la mañana hasta la cena en los apartamentos de Monsieur.


Realizado este “trabajo”, tomaba un baño en una tina en forma de zueco que se trasladaba a su habitación. No desnuda, sino envuelta en una gran camisa de franela inglesa. Una taza de chocolate o de café era su desayuno, que tomaba en la cama cuando no se bañaba. A su salida del baño, sus damas le ofrecían pantuflas de bombasí guarnecidas de encajes y colocaban sobre sus hombros una bata de tafetán blanco. Era la hora en que, recostada o levantada, recibía a los primeros cortesanos con derecho de entrada que tenían audiencia con ella. Por derecho, entraban el primer médico de la reina, su primer cirujano, su médico ordinario, su lector, su secretario de gabinete, los cuatro primeros ayudas de cámara del rey.


A mediodía se realizaba su atavío de presentación, el lever oficial. El tocador se llevaba al centro de la habitación. La dama de honor presentaba el peinador a la reina; dos damas vestidas con ropa de ceremonia reemplazaban a las dos damas que habían servido durante la noche. Entonces empezaban, con el peinado, las Grandes Entradas. Se colocaban asientos plegadizos en círculo a su alrededor en los que se colocaban la superintendente, las damas de honor y de atavío, la gobernanta de los infantes de Francia. Entraban los hermanos del rey, los príncipes de la sangre, los capitanes de la guardia, los altos funcionarios de la corona. Únicamente para los príncipes de la sangre insinuaba el movimiento de levantarse, apoyándose con las manos en el tocador.

Después venía la vestimenta del cuerpo. La dama de honor pasaba la camisa y vertía el agua para el lavado de las manos; luego la dama de atavío pasaba el faldón del vestido, ponía la pañoleta, anudaba el collar. Cada día la camisa le era colocada por una dama determinada, pero si por casualidad entraba a la habitación otra de un rango superior, le pasaba el derecho de colocársela. Menos paciente que sus predecesoras, María Antonieta decidirá a los pocos años de su reinado que la primera dama presente le alcance la camisa. Una vez vestida, la reina se colocaba en el centro de la habitación y firmaba los contratos presentados por el secretario de los mandatos; daba su venia a los coroneles para retirarse y, rodeada por sus damas de honor, por sus damas de palacio, por su caballero de honor, por su escudero y sus capellanes, avanzaba. Las princesas de la familia real, que llegaban seguidas de toda su casa, se le sumaban en la galería y el cortejo se dirigía a misa. La reina se ubicaba entonces con el rey en la tribuna.


Al regreso de misa, la reina debía comer todos los días a solas con el rey en público, pero en realidad esa comida pública no tenía lugar más que el domingo. El jefe de servicio de la reina, armado de un gran bastón de seis pies adornado con flores de lis de oro y con empuñadura en forma de corona, anunciaba que estaba servida, le entregaba el menú y, durante todo el tiempo que duraba la comida, permanecía detrás de la soberana, ordenando servir y levantar el servicio de la mesa.


La reina regresaba después a su apartamento y, luego de haberse quitado el miriñaque y la enagua, se pertenecía a sí misma únicamente entonces, tanto como lo permitía la presencia en ropa de ceremonia de sus damas, que tenían derecho a estar siempre presentes y acompañarla a todas partes. Eran horas dedicadas a la libertad, al juego de billar o de cartas, a la música, a la conversación. En sus gabinetes interiores, detrás del apartamento oficial, la reina recibía a sus amigos y a los proveedores. Las tardes en el Trianón traían la comodidad en las costumbres: los invitados de la reina llegaban a las dos para almorzar y regresaban a Versailles a medianoche para acostarse. Todo ese tiempo había ocupaciones campestres: merienda sobre la hierba, pesca en el lago, bordado e hilado en la rueca, juegos de granja en el Hameau.


Las noches de María Antonieta, luego de la cena temprana, incluían reuniones sociales de la más variada índole, desde una velada en la Opera de París hasta una partida de cartas en el apartamento de la princesa de Lamballe. Si había un acontecimiento oficial, como la visita de un soberano extranjero, era pretexto para una mascarada, un baile de gran fasto o un concierto en la gran galería. El rey gustaba acostarse sobre las once de la noche, pero la reina, la mayor parte de las veces, no se iba a la cama antes de la una de la madrugada.

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